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Polvo de Angel

De París a la Ratonera

No es gratificante abrir la nevera y encontrarse con un fétido olor a queso azul; después de haber pasado dos semanas desayunando en  restaurantes refinados de París una tajada de Quiche Lorraine  acompañada de una taza de café au lait.

Estoy decaída, no tengo ni un centavo. Llorando no voy a solucionar nada, quizás ultrajando sí.
Me deslicé por la sala de Doña. Estudié el escaparate, abrí la vitrina y automáticamente mi mano atrae una botella de Johnnie Walker, etiqueta roja.

Odio cuando culminan las vacaciones, me quedo con hambre y regreso a mi hueco. Nunca he sabido administrar mis gastos y tampoco quiero aprender hacerlo.
Ahora me siento como un verdadero ratón con mi queso. Aún no consigo trabajo, a dos días de empezar mis clases en la universidad, la apariencia del queso refleja mi realidad. Aterrizo en mi jaula de  cuatro paredes. Mi queso con moho sobre el escritorio seduce a mi hambre. Me tiento a probarlo.

Trato de relajarme, de no pensar en satisfacer mi hambre. Me siento en la silla y veo la ventana, practico esa ligera costumbre de espiar a los vecinos. Ahora en Septiembre que retoman su rutina, sus casas están desoladas. Pienso volver algún día a mi país y comerme aquel queso mantecoso que nunca probé. Mis ansias por volver me estresan… Me siento un especímen raro en el barrio, una vulgar hambrienta, una haragana sin nombre, con ganas da llorar porque la soledad y el hambre martirizan mis circustancias...mierda!..

Rebusco en mi mochila. Saco un paquete de galletas de la agencia aérea .  Corto una loncha pequeña de queso y lo unto sobre la galleta. Sé que este día puedo sobrevivir comiendo galletas con queso azul, o sino de algo se tiene que morir el hombre… Más tarde le diré a la vecina ‘merci beacoup’ por el pequeño hurto famélico que realicé. Verá que mi francés ha mejorado con el viaje.

Indisciplinada aflicción

 En Madrid, el verano se ensañaba en una indomable eternidad. El septiembre daría comienzo al otoño, sin embargo los rayos de sol pareciese que no tenían intención de ceder  un mínimo de espacio al gris otoñal. El hombre del tiempo anunciaba que bajarían las temperaturas en la próxima semana.  Posiblemente en los siguientes días nada aquí cambiaría más que el tiempo.
Yo me mantendría en el presidio de mi habitación de cinco metros cuadrados; con una ventana que en el momento que me alquilaron dijeron que servía como una ventilación, exageración  más falsa que un billete de tres euros que encontré bajo mi inseparable portátil. Sus paredes fueron pintadas de un verde oscuro retocado con detalles color mostaza; y para dar un toque personal dispersé huellas azules de mi pie. En la diminuta habitación se situaba una cama de una plaza, un escritorio al lado y un armario empotrado. Además tenía a mi disposición la cocina (que no era necesaria), el baño y gozaba del privilegio de ver la televisión, que nunca encendí porque solo encontraba canales nacionales. Tenía lo suficiente para  vivir como becaria en una ciudad rutinariamente agitada.

En el mes de Junio, tardíamente me habían depositado una jugosa cantidad de dinero por la beca del curso que ya terminaba. Como a caballo regalado  no se  le miran los dientes,como el tío Asensio me enseñó, el dinero me serviría para volver a mi país después de tres años de ausencia y merecidas vacaciones. Vendí mis libros de la universidad a bajo precio, algunos cds de Fito Paez (mas álbum de fotos de regalo), Pedro Guerra, Frank Delgado y dvds de películas de suspenso (euros adicionales por la película de Truman Capote), juegos de play station (Guitar Hero, Bomberman, Teken Force, Crash, Street Figther entre otros), me despedí de mis patines casi nuevos, y pagué algunas deudas. Extrañaré jugar disparatadamente con la guitarra, exasperarme por presionar el botón amarillo en lugar del rojo.

Separé mi pasaje de ida  y vuelta. Estuve por Guayaquil unas semanas ‘o sino dígale usté mami’. Dos meses en la acogedora Lima, mi exilio y cuna que me exporta. Me enrumbé unos días al país vecino de Chile y como la felicidad nunca dura para siempre terminé visitando la famosa Bombonera en Buenos Aires, ciudad que despedía mis vacaciones.

Hace tres días que volví del viaje de verano, veo mi dormitorio-comedor-estudio y nada en él ha cambiado, sólo se encuentra cubierto de una capa de polvo todos los pocos objetos  que se encuentran en ella. Enciendo la laptop, selecciono la carpeta ‘Descargas de los 80’s’ y  los parlantes empiezan a reproducir Telekinesis, esperando que lo inimaginable suceda comienzo a improvisar abominables versos en el documento de Word.

Veía los pisos que se divisaban desde la ventana, me hacía recordar a las vecindades indigentes de Lima. Se apoderaba de mí la tosca y familiar nostalgia. Añoraba la amnesia de mis amigos, las noches acompañadas con una pizca de cócteles, lanzarme de la Costa Verde en parapente, su irregular clima dual, el bullicio en los mercados, cruzar las calles en presencia de semáforos burlados y jugar al ‘cruza antes que te crucen’,  el fatigado tráfico en la avenida Javier Prado, disfrutar reír y repugnar a la vez a la farándula y la política del país, practicar esa actividad extrema de vivir a mi libre albedrío, extrañar el olor a esa cálida humedad de sentirme en casa, convertir la hora del medio día en el lecho de mi despertar inconsciente, pasear por los cementerios, viajar en microbuses como hormigas escuchando canciones del momento sonadas en todas las emisoras hasta el aburrimiento,  devorar  la comida casera, leer literatura nacional, improvisar versos desabridos, aborrecer vivir en esa férrea ciudad y agonizar, a pesar de todo era allí donde se respiraba felicidad.

A una semana de empezar el tercer curso de Ciencias Políticas y de la Administración, se me ha extraviado mi vocación por aquellos estudios. En donde lo habría abandonado me preguntaba; en las carreteras donde hice autostop, en las banquetas de los parques donde al pandillaje no le importó que eche una cabeceada, en las puestas en escena gauchas, en los indecentes hoteles de menos dos estrellas que tuve que pagar para pasar algunas noches o quizás fue cuando me enteré  del verdadero origen del cuento de caperucita ¿Fue ahí cuando mi realidad  se advirtió confundida? o fue en el autobús con destino a Santiago de Chile y desperté en Mendoza ¿Dónde fue que se me extravió la vocación? ¿Dónde encontrar aquel objeto que me autorizó a disfrazarse de un lienzo punzante en contra de mi nada?

¿Quién quiere vivir en una limitada ciudad donde ser foráneo es ser singular?  En un mundo de mortales tratando de sobrevivir en una selva de cemento que no dejaba fluir su espíritu aventurero.  Arrebaté al extremo del escritorio los últimos billetes  del preciado regalo del Ministerio de Educación. Preparé la mochila en cuestión de minutos, y me enrumbé hacia el Norte a comprobar cuan cierta y verdadera es esa frase que había leído en docenas de libros y oído en un centenar de películas: “Siempre nos quedará París…”